8: 30 am – Junio 23, 2014. (5 días después de que nació mi segundo hijo)
Bañada y cambiada (muy diferente a mis mañanas de primera cuarentena post-parto) me despedí de mi esposo, quien regresaba a trabajar, y de mi hijo que iniciaba su campo de verano. Mi trabajo se había pausado abruptamente. Me senté en el sillón del cuarto de la tele con mucho cuidado, porque todavía estaba adolorida de la cesárea de emergencia. Me disponía a desayunar algo de fruta mientras me sacaba leche materna para dejarle a mi bebe en el hospital. Mi energía era baja, mi semblante derrotado y mi cara desencajada. Todavía no entendía porque se me había adelantado el parto y mi bebe no estaba conmigo en su casa. Lo imaginaba solito en la incubadora, su estado de salud era delicado y aun lleno de incertidumbre. Yo quería estar ahí y acompañarlo todo el tiempo, hasta dormir ahí, pero como no era posible, más bien me iba algunas horas en la mañana y otras horas en la tarde a leerle, cantarle desafinadamente y acariciarle la mano. Estaba pensando en todo eso e intentando probar bocado mientras el sacaleches hacia su trabajo cuando de pronto escuché el timbre. Supuse que ya había llegado el chofer que me iba a estar llevando al hospital por unas semanas mientras yo podía volver a manejar. En eso escuché a Vero (quien trabajaba en mi casa y fue mi ángel de la guarda en esos meses) abrir la puerta y saludar a mi mamá. No me la esperaba para nada en ese momento, pues mi madre pasaba por un tratamiento de quimioterapia por segunda vez y yo sabía que ella debía de estar descansando.
Subió y al acercarse me sonrío forzadamente. Percibí su angustia en la mirada y en silencio se sentó a lado de mi. No habíamos estado solas desde que inesperadamente nació su séptimo nieto. ”Si pudiera quitarte este dolor que estas sintiendo, lo haría de inmediato” me dijo rompiendo en llanto.
“Lo sé mamá, porque yo me siento igual con Jacobo”, respondí en un mar de lagrimas.
Lloré con ella lo que en 5 días no me había permitido a mi misma llorar.
Y así, sentadas hombro con hombro frente a una televisión apagada, ambas compartimos la inmensidad del amor y el incomparable dolor de ser madres en un fuerte y largo apretón de manos.
Como te extraño mamá. Hoy y siempre.
En retrospectiva pienso que tal vez en esos días previos quería ser fuerte para mi hijo que acababa de nacer y por su hermano que percibía todo lo que estaba pasando y sus emociones estaban por doquier. También recuerdo que estaba tratando de ser muy racional, de entender lo que estaba pasando preguntando todo a los doctores y a mi esposo, leyendo libros de prematuros y consultando con amigas que habían pasado por algo similar; estaba muy enfocada en que mi leche materna saliera para nutrirlo y poder conectar de esa manera con mi bebe a quién no podía abrazar, pero sí alimentar. Definitivamente esos días había estado más en mi cabeza y menos en mi corazón, mi miedo y enojo me habian alejado de mi sentir. Pero como siempre es con una madre, frente de ellas no hay nada que podamos esconder, no hay nada que podamos negar. Las mamás saben, sienten lo que sentimos sin necesidad de expresarlo con palabras.
10 días después, Yaya, como le decían sus nietos, me acompañó a cargar a Jacobo por primera vez y 20 días después lo pudo cargar ella sola. 28 días después, al salir Jacobo del hospital mi mamá me regaló una carta hermosa con una dedicatoria que guardo en el corazón; el escrito impreso en la tarjeta me gustó mucho, se los comparto.